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El bosque de las mentiras

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Las densas ramas de los árboles aún dejaban paso a los rayos del sol y a la estupenda vista de un cielo azul cuando el bosque de las mentiras ya se había labrado su propia fama entre las localidades más próximas a él; para cuando los pájaros apenas podían ascender y descender desde el cielo a los pastos que se encontraban en sus profundidades, el bosque de las mentiras ya era conocido incluso más allá de las fronteras de aquel pequeño país, pero aun así, de vez en cuando un descerebrado aventurero, deseaba probar suerte y adentrarse unos metros en el bosque, y después unos kilómetros hasta estar perdido entre los árboles y las malezas que acabarían por consumirlo. 

Aquel bosque era peligroso incluso mucho antes de que alguien decidiese pasearse por él. A su alrededor, las ramas aún susurraban extrañas revelaciones al aire, tentadoras mentiras, a la espera de algún habitante perdido en las fantasías que ellas les proporcionaban. 

Intentar luchar contra el bosque de las mentiras una vez dentro, era inútil porque ni siquiera tus propios pensamientos eran tus amigos. Los hombres avariciosos codiciaban los deseos que el bosque de las mentiras le prometía entre suaves susurros, algunos eran los suficientemente precavidos como para huir de sus cercanías al oír los primeros cuchicheos que llegaban atraídos por el viento que corría en aquella dirección, otros muchos desfallecían o sucumbían a la locura y corrían o huían deseosos de hallar fortuna entre las ramas de aquellos árboles. 

Marian había oído todas estas leyendas sobre el bosquecillo que se encontraba más allá del pueblo, cruzando las vallas de madera podrida y el cartelito con la calavera roja, pero no les daba mucha importancia cuando lo oía de boca de su madre, porque ella siempre le hablaba de leyendas que no eran ciertas, con la intención de que se portase mejor. Ella sabía que no era verdad eso de que había un lobo que podría llevársela sino iba por los caminos que mamá le decía, y también sabía que no era cierto que si no se comía todo lo que le ponían en el plato se pondría enferma, porque a veces tiraba sus restos de comida a los animales. 

Así pues, el día que su perrito, Rasty, salió huyendo asustado del jardín de su casa tras oír un fuerte ruido y se dirigió hacia el bosque de las mentiras, Marian no pudo evitar seguir sus pasos antes de perderle la pista y así perderlo a él para siempre. Su desenfrenada carrera se produjo de manera silenciosa, sin que nadie se percatara de su partida, y aunque sabía que después de un rato su madre notaría su ausencia y se enfadaría por no avisarla, no había podido decirle ni siquiera hacia donde se dirigía antes de correr en busca de su amigo peludo. Al llegar a los límites del pueblo y notar el cambio inmediato de la temperatura, así como de la suavidad de sus pisadas en el camino, supo que aquel viaje sería algo más extraño de lo que hubiese deseado, pero aún albergaba la esperanza de hallar a Rasty antes de que se perdiera entre los sinuosos caminos de un bosque sin pasos habituales.

La cola del perrito se dejó ver antes de perderse tras unos arbustos, por lo que Marian supo hacia dónde dirigirse en cuanto traspasó el vallado maltratado por los años, las hojas de los árboles e hierbas comenzaron a rodearla y acariciar sus piernas mientras corría intensamente antes de parar en seco a unos pocos pasos del camino, preguntándose sobre la dirección de Rasty porque no sabía muy bien hacia qué dirección se había dirigido. 

Y en ese momento notó que unas pequeñas voces la rodeaban, le cantaban pequeñas frases que no podía llegar a entender, ni casi escuchar y trató de afinar su oído. Concentrándose en aquel pequeño ruido, podía escuchar algo más de fondo, un timbre distinto a todos los anteriores, menos dulce, menos elocuente y más claro, que le llamaba. 

“Sigue, sigue…”, las dulces y suaves voces fueron alzando la voz, era como el cantico de los niños de la iglesia, eran voces de ángeles, movidas por el viento que arrastraban las hojas y que formaba un conjunto musical de voces y naturaleza que a Marian la maravilló. 

Estas se movían a su alrededor arrastrándola hacia la oscuridad del bosque, hacia lo profundo, pero no estaba segura de si podía avanzar hacia allí. “Podemos ayudarte…”, decían ahora. Marian aceptó aquella ayuda, pues evidentemente ellas sabían que había perdido a Rasty y que lo buscaba, y también debían saber hacia dónde se había dirigido, se dijo a sí misma. 

El verde intenso de las hojas de los árboles fue tiñéndose de oscuro, y unos pasos después eran amarillas, naranjas, y verdes. “Síguenos…”, seguían susurrándole, y cuanto más avanzaba, más lejos de su familia se encontraba, algo confusa notaba una extraña sensación en el pecho que no decrecía.

El ladrido de Rasty la hizo parar sobre las duras y gruesas raíces de un árbol, apoyó su mano sobre este notando la gruesa y fría corteza, a la vez que trataba de encontrar la dirección de los ladridos, tras un par de segundos más se dio media vuelta y comenzó a correr en dirección opuesta a las voces. Estas gritaban su nombre, el cual no les había dado, y comenzaban a desesperar en un vano intento de retenerla, arañando su cara con las hojas y ramas de los árboles que habitaban. 

Tras un par de minutos de furiosa búsqueda, halló a Rasty a los pies de un gran y viejo árbol de tonalidades verdosas y amarillas, y extraña apariencia. Sentado bajo sus frondosas ramas Rasty descansaba mirando de reojo a ese enorme árbol que era distinto a aquellos que le rodeaban. Su tronco era rugoso, creando formas y dibujos dispares en su corteza.

Al fin, Marian se dispuso a acercarse a Rasty para tomarlo entre sus brazos e irse a casa tan pronto como le fuese posible, no obstante, aquel árbol hizo un movimiento casi imperceptible, y al fin, aspiró aire por la boca que se había dibujado en su tronco.

Marian, dio un salto hacia atrás, temerosa de haber despertado a algún monstruo de los bosques, pero Rasty se mantuvo en su lugar ladrando, como si no fuese la primera vez que lo contemplara. 

“No deberías estar aquí”, susurró una voz grave y ronca desde el tronco del árbol. “Este no es un lugar seguro para ti”, volvió a hablar, con esta última frase dos aberturas se formaron sobre la boca, creando la sensación de un par de ojos que dejaban ver unos orificios negros como el carbón, por donde aquel ser debería estar viendo hasta el alma de Marian.

—Siento mucho haberle molestado señor árbol, no era mi intención, solo venía a buscar a mi perrito… —contestó la pequeña sin mucha valentía que mostrar.

El silencio se hizo entre los dos, mientras aquel árbol trataba de escuchar a su alrededor, algún indicio de que aquellos seres del bosque supieran que Marian estaba allí con él.

“Debes irte de aquí, ellos llegarán pronto…”, Marian observó a aquel ser, tratando de averiguar si realmente le estaba ayudando, o le mentía, con cierto interés y curiosidad. 

—¿Se refiere usted a las otras voces? —le respondió la niña como recordando en aquel momento otros sonidos del bosque que trataban de ayudarla, pero que, en aquella otra ocasión habían sonado mucho más tranquilizadores.

“¿Ya te han encontrado?”, el viejo árbol se quedó en silencio pensativo. “No puede ser, estarías loca… delirarías” 

—No señor, trataban de ayudarme para recuperar a mi perrito. —Marian decidió acercarse al árbol para coger entre sus brazos al perro, una vez que había decidido que aquel ser no era maligno, para así volver a casa pronto. Aún sin querer parecer grosera, dejaría aquella conversación a medias, pues pronto su madre comenzaría a buscarla.

“Ellos te prometen riquezas, aventuras, tus mayores y más ansiados deseos, y los hombres sucumben al encanto de sus mentiras, de las visiones que le forman… ellos no ayudan”, el árbol dijo esta frase como una sentencia a muerte.

Marian rio entre dientes, sin querer parecer grosera y miró al árbol como quien mira por primera vez a un chiquillo que no entiende muy bien la situación.

—Entonces, no hacen daño a aquellos que ya tienen todo lo que desean. —Aquel ser observó a Marian detenidamente, pues para él sería ciertamente el ser más sabio con el que se hubiese encontrado, y el primero que sin duda lograría salir del bosque con vida.

—Debo irme señor, ha sido un placer conocerle. —Marian se giró dejando al pobre árbol solo, reflexionando sobre las palabras de la muchacha, sabiendo que ya no tendría que ayudar a ningún viandante perdido más entre los árboles, él nunca había sido de gran ayuda en el camino de los pobres infelices que por allí se paseaban.

Sin embargo, ella le había dado el secreto de la tranquilidad.

—Vamos Rasty, es hora de volver a casa —le escuchó susurrar mientras se dirigía de nuevo hacia su hogar. 

Las voces de los otros árboles rugieron al pasar a su lado y dirigirse hacia Marian que caminaba a buen paso feliz con su perro en brazos. “Marian, tenemos lo que más deseas… podemos dártelo”, sus dulces susurros la envolvieron por completo, pero ella ya había dicho todo lo que debía decir, no deseaba nada más que volver a su casa con su familia, y ese deseo no estaba al alcance de aquellos angelitos que a ella le parecían que vivían en las copas de los árboles. 

“Si nos acompañas, te llevaremos a una casita de madera con animales libres y felices, podemos darte lo que desees…”. 

Para cuando estas voces terminaron de prometerle más y más cosas, Marian ya estaba llegando a la linde del bosque, y pisaba de nuevo suelo conocido. Ella dejó atrás aquella pequeña aventura, a las voces mentirosas y al gran árbol, sonriéndole a Rasty mientras comenzaba a correr por el campo abierto hacia la parte trasera de su casa, esperando que su madre tuviese para ella bollitos recién hechos y no se hubiese percatado de su temporal desaparición. 

El bosque de las mentiras por Kassandra Heredia.

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