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ENTRE MUNDOS, UNA ODISEA STEAMPUNK

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Ernesto Sabato decía que, en literatura, el escritor de pura cepa habría de tener el coraje para intentar lo grande, lo difícil, legar un hito de nuevo cuño al paisaje de las letras, una obra que sirviese de referente, es decir: para medir las distancias y como escala de valor. Alma Mínguez no es mujer que se ande por las ramas y ha tomado a pies juntillas la prédica del maestro. Entre Mundos, la trilogía de la cual ya conocemos los dos primeros volúmenes, es una obra monumental; monumental, por supuesto, en cuanto a las dimensiones, pero también en lo que afecta a la maestría artística de la ejecución y a tocar una enorme variedad de registros. Si buscáramos un símil musical, Entre Mundos sería una sinfonía del romanticismo maduro o la zarabanda de Haendel que aparece en la película de Kubrik: Barry Lyndon. Si quisiéramos transmutarla en arquitectura, resultaría algo parecido a la basílica Superga o al castillo de Howard. En esta obra se combinan de un modo inusual, por lo feliz, la esencia de lo clásico, que vibra, con el sentido lúdido de lo barroco, que acaricia y anhela. 

Desde el primer momento he pensado que, soplando vientos favorables, la obra de Alma es de un calibre suficiente como para tomar un viso icónico dentro de su género en lo concerniente a la producción nacional. No es nada fácil escribir libros de setecientas páginas a los que no se les vean las costuras, libros bien ensamblados que no caigan en la redundancia o en la incongruencia. Y más difícil aún traerlos a la luz en los tiempos, singularmente cortos, que maneja Alma. Hay que tener una excelente madera de escritor si uno quiere llevar a buen puerto una tarea de esta envergadura; de lo contrario, el naufragio es inevitable. Nada sino un ingenio exuberante puede llenar ese tropel de páginas con personajes, lugares, asuntos y acciones de los más variopinto sin caer en la vacuidad o en el empalago. Un bastidor como el de Entre Mundos requiere de una urdimbre y una trama superiores. Y áun más, de una prosa amable y anchurosa que fluya como el agua de las bocanas de las rías. Así es la prosa de Alma: suave, dúctil, torneada como un balaustre, una prosa solar, membranática, que huye de lo abismático y de lo desquiciado, que toca todos los temas pero lo hace con una luz oblicua, sin romper el ritmo de la historia ni llevar el ánimo del lector hacia los barrizales de una melancolía paralizante y dañosa. 

Entre Mundos es un panorama gigantesco, casi una cosmogonía que Alma brinda al lector para que este transite con gusto por realidades que no existían antes de que ella, con su imaginación soberana, las crease, y que una vez creadas, toman dentro de cada uno un movimiento y un color propios, pues el buen arte no es cosa inerte, sino pan de vida. Personalmente me agrada la amalgama de elementos futuristas y arcaizantes en el subgénero steampunk, como si las formas poéticas del pasado ablandasen la mecánica insolente del futuro y el lector tuviere la oportunidad de hacer una inmersón en el tiempo esférico, que, todo sea dicho, es mi modo natural de concebir el tiempo. Cierro estas líneas animando a la autora para que persevere en este oficio semidivino que es la creación literaria de altos vuelvos, en esta especie de transmigración platónica que se produce cuando entramos en libros como el suyo. No solo se hace literatura con la cabeza, aquí pinta mucho el corazón y, por supuesto, el Alma, sin la cual todo se derrumba.

Entre mundos, Alma Mínguez

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