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La melodía de las almas

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Un relato de Pascual Delegido.

I

La desaliñada mujer de ojos tan negros como su melena trataba de ocultar su creciente impaciencia alisándose la arrugada camisa blanca, mientras en la barra de bar dispuesta en el gran salón, el caballero llenaba dos vasos chatos de whisky, sin agua ni hielo.

—Aquí tiene, señorita Sax. ¿Se encuentra bien?

Por desgracia, ella sabía a qué se refería. Cuando el gremio la solicitó con carácter urgente una media hora antes, su esfuerzo estaba centrado en beberse todo el género de un after hour, en honor a un arduo y arriesgado trabajo realizado con éxito esa misma noche, por lo que su aspecto, ojeras y aliento la delataban. No es que le importara.

—Dejémonos de formalismos, Barón —encendió un cigarrillo—. El gremio al que pertenezco no se puede decir que sea de dominio público, y menos quienes trabajamos en él. Pero usted quería contratarme a mí, a nadie más. ¿Por qué?

El espigado y trajeado alemán que rondaría los cincuenta, y dominaba tan bien el castellano, se quitó sus gafas redondas y empezó a limpiarlas con un pañuelo. La amarillenta luz proveniente de las desgastadas bombillas del techo provocaba reflejos en su calva salpicada de pequeñas manchas. Justo cuando la mujer no podía aguantar más tanta parsimonia, el adinerado hombre empezó a hablar.

—Sé que localizó las partituras del mítico himno que Hitler ordenó crear para inspirarse en su intimidad. Su cliente me contó lo de su gremio a cambio de ciertas obras emblemáticas de la historia que yo poseía. Al contactar con sus superiores, les aseguré que les contrataría si me enviaban a la misma persona que atendió a… Ya sabe.

—Y les ofreció un talón que no pudieron rechazar —añadió la mujer exhalando una bocanada de humo—. Cuénteme sin dilaciones absurdas qué desea que encuentre.

—Una urna. ¿Está familiarizada con la teoría de los ecos del pasado? Propone que las ondas que emitimos se almacenan en el aire o quedan atrapadas en lugares u objetos. De acuerdo, no ponga esa cara, le pondré en antecedentes con mi investigación.

»En lo más oscuro de la Edad Media, se halló cierta urna forjada en hierro que había pasado años enterrada en una fosa común, presumiblemente con ese tipo de ondas que le he comentado atrapadas en su interior, que parecían formar una melodía. Algo ocurrió en aquella corte menor al ser escuchada por el mandamás. La urna desapareció.

»Siglos más tarde, hay evidencias para los escasos entendidos en la materia, de que Napoleón Bonaparte confesó en su exilio en la isla de Santa Elena, haber empezado sus campañas militares alentado por lo que describió como una «vasija musical», que devolvió al comprender que había sido derrotado por malinterpretar sus pasajes.

»Tome otro trago señorita, aún queda historia. Bueno, es bien sabido que en la Segunda Guerra Mundial, Hitler envió destacamentos de las SS en busca de reliquias relacionadas con el esoterismo y lo sobrenatural para aumentar su poder. Se dice que una escuadra desapareció tras comunicar el hallazgo de un recipiente que «susurraba». Ocurrió en las catacumbas de la Abadía de Montecasino, en Roma, que resulta que había sido saqueada por tropas de Napoleón en mil setecientos noventa y nueve. El monasterio fue destruido en el cuarenta y cuatro por bombardeos del ejército Aliado.

»En mil novecientos ochenta y tres, una prometedora música belga desapareció sin dejar rastro. En su última entrevista, causó cierta expectación de cara a su siguiente trabajo al asegurar que poseía un objeto que revolucionaría la forma de interpretar la música para siempre, siendo esta la que controlaría a la persona y no al revés.

»En el noventa y ocho, un viejo profesor que era una autoridad en el mundo de lo esotérico juró y perjuró haber descubierto el secreto que hay tras la muerte, y sólo detalló que la música era una parte crucial en ello. Se retiró a una cabaña de Escocia para continuar sus estudios. Meses después, lo único que se encontró de él fue sangre por todas partes, y la de alguien más. Hay quien que cree que fue saqueado, pues faltaban varios de los objetos que investigaba.

»A finales del verano de este incierto año, Regig, ese extravagante pintor suizo de mala reputación, en alza gracias a sus cuadros de pesadilla, prometió una exposición en esta ciudad que revelará al mundo su destino final. Parece que sus últimas pinturas han producido fuertes impresiones en las personas menos estables… e incluso se ha sabido de un par de suicidios. Tal vez esos casos sean unas desgraciadas casualidades, o quizá ese trastornado posea die Melodie der Seelen, como la he bautizado. La Melodía de las Almas.

El alto hombre concluyó al fin, muy orgulloso de su relato y con la mirada chispeante de emoción. Se atusó el canoso bigote en espera de la respuesta de la mujer.

—Con la última parte me hubiera bastado en vez de perder el tiempo con tanto galimatías —soltó la fémina hiriendo en el proceso el orgullo del germano—. ¿Cuándo quiere que empiece?

—Cuanto antes —contestó el hombre con un tono diferente, tosco.

Eso a Sax no le impresionaba. Sabía por dónde comenzar y era lo que le importaba. Terminó su segundo whisky de un trago y apagó lo poco que quedaba de la colilla en el vaso. Estrechó con firmeza la mano del Barón y se dispuso a marcharse.

—Aguarde un momento —dijo el caballero cortándole el paso—. En este asunto le exijo la máxima discreción.

La mujer trató de controlar un resoplido nacido de su quebrada paciencia.

—Como todos nuestros clientes, Barón. Por muy importante y especial que crea que es su petición, no deja de ser una más. La confidencialidad está asegurada.

Sax salió del salón de la enorme mansión. Tenía trabajo que hacer.

II

Estaba clareando cuando llegó a su vehículo color gris. Se encontraba muy cansada tras esa noche tan extraña. Se sentó al volante, apoyó la cabeza en el asiento y cerró los ojos durante diez minutos. Después encendió un cigarrillo en un intento de despejarse y volvió a salir a la mañana fresca de finales de otoño, donde la recibió su ambiente aromatizado a hojas mojadas.

Abrió el maletero y se desabrochó la camisa arrugada, que cambió por otra de seda blanca. El frío ya le molestaba, así que de la maleta abierta que tenía preparada con ropa limpia, sacó también una chaqueta de traje negra y se la puso. Hacía juego con sus pantalones, que al comprobar que no estaban demasiado arrugados, no se los cambió. Por último hizo gárgaras con un chorro de enjuague bucal y se recogió la melena azabache en una coleta.

Estaba lista para acudir a uno de los hoteles más lujosos del casco antiguo, de casi cien metros de altura, pues no era un secreto que allí se hospedaba el tal Regig.

En la recepción obtuvo la pequeña resistencia que esperaba. Al preguntar por el afamado sujeto, el recepcionista empezó con la monserga de siempre: que no quería ser molestado. Pero Sax conocía a la gente de aquella calaña. Nunca querían saber nada ni de entrevistas ni de fans al no ser que pudieran sacar algún beneficio de por medio.

—Dígale que soy una agente interesada en representarle de cara a futuras exposiciones en este país y que no se arrepentirá en absoluto.

El pintor la recibió sin demora. Cuando le abrió la puerta, la mujer vio a un individuo demacrado con bolsas negras bajo sus grandes ojos azules y enajenados, al que se le notaban las costillas en su desnudo torso salpicado de pintura. Tenía los dientes saltones y amarillentos, y el pelo rubio, revuelto y mugriento.

Abrió mucho los párpados al verla, casi en una expresión de terror. Casi.

—Es usted una lagarta farsante —le espetó, mientras restregaba sus manos en los pantalones para limpiarse una pintura negruzca—. Quiere mi urna. Entre, maldita.

Había horripilantes frescos por doquier llenos de perversos y escabrosos detalles que representaban cadáveres, ciudades en ruinas, aberraciones imposibles surgidas de algún averno y las más escalofriantes prácticas impías de lo peor del género humano, tales como necrofilia, canibalismo, bestialismo… Sax se sorprendió cuando se le revolvió el estómago, pues siempre había contado con un formidable aguante. Aquellas pinturas parecían ser diferentes. «Afecta su simple visionado, son aborrecibles, pero por algún motivo deseas contemplarlas.»

El tal Regig se le acercó con algo en sus temblorosas manos.

—Escogí la heroína por su poder como herramienta de descubrimiento interior… Ahora tomo opio para soportar lo que veo y plasmo. ¿Quiere un poco?

La mujer negó con la cabeza. Se encontraba bastante mal y prefería estar sobria en compañía de aquel lunático, quien decidió resumirle su historia por iniciativa propia.

—Vine a exponer a este país por puro aburrimiento. En fin, una noche paseando cerca del Puente Rojo, percibí cosas en las sombras… y en mi mente. ¡Me susurraba que siguiera! Hasta que llegué hasta un vagabundo. Él me la dio. Ahora puedo hablar tu idioma y muchos otros… Y le mostraré al mundo el Otro Lado. Los lienzos donde represento lo que me revela no serán nada en comparación. Será mi obra maestra.

—¿La tiene aquí? —se atrevió a preguntar la mujer—. Alguien pagaría por…

—Si la tuviera aquí, moriría sin poder mostrársela al mundo. No se puede vender. Ella marca su propio precio y jamás es el pueril dinero.

—De acuerdo… Una cosa antes de irme. ¿Cómo sabía mis intenciones?

Regig destapó un mural que tenían al lado. Sax estaba retratada a la perfección en tonos grises con una enloquecida expresión. Sintió un escalofrío.

De camino al coche, Sax sufrió un destello en su mente que transformó todo: vio edificios en llamas, muertos inflados desparramados por las calles, caos. Vomitó sin poder evitarlo y las visiones desaparecieron. Su intención era ir en busca del vagabundo, pero después de lo vivido, el instinto le dictaba que debía visitar a Ibi.

Su compañera se puso eufórica. Era más alta que ella, una exmodelo frustrada de rasgos asiáticos. Eran lo más parecido a amigas dentro del gremio. Ibi también había elegido como nombre en clave su pueblo materno. Tras el abrazo, Sax fue directa.

—Necesito una herramienta sin marcar, no me gusta el trabajo que me han dado.

—Coge el treinta y ocho corto de ese cajón. Si lo usas, hazlo desaparecer, guapa.

Antes de irse, puso a Ibi al corriente del asunto. No estaba permitido. Aun así, cada una siempre recurría a la otra como un seguro contra cualquier eventualidad. La última mirada que cruzaron incluía una pizca de preocupación por lo que pudiera pasar.

Al llegar al Puente Rojo, aparcó y buscó a pie al vagabundo cerca de las vías que pasaban bajo la estructura. Fue preguntando y unos chavales le indicaron que subiera las escaleras. Arriba encontró a un enjuto, barbudo y andrajoso anciano que miraba con ansia el vacío. La mujer, ávida de información y respuestas, se le acercó.

—Ya puedo confesarme —le dijo el viejo, lloroso—. Yo era una personalidad, ahora nadie me reconoce. Desde que maté a aquel profesor cuando viajé a Escocia y me adueñé de la urna que me guió hasta su cabaña. He custodiado su secreto durante décadas, pero no podía resistirlo más y le pasé el muerto a otro. Ah, si has tenido visiones, no hay marcha atrás. Y si permites que sus secretos se conozcan, será el fin.

El hombre se lanzó a las vías. Ella sólo pudo verlo retorcerse de dolor antes de que el tren lo arrollara. Su móvil sonó y lo descolgó de manera automática, sin dejar de contemplar desconcertada el largo rastro de vísceras y trozos que había quedado.

—Sea paciente, Barón. Esta misma tarde tendré esa condenada urna en mi poder.

III

La mujer aguardó cerca de la entrada del hotel hasta que varias personas entraron. Entonces contó hasta diez y también pasó. Como suponía, los nuevos clientes estaban entreteniendo al recepcionista. Cuando este se giró para buscar una llave, pasó de largo la recepción y se dirigió a las escaleras.

Cuando llegó al piso donde se hospedaba el pintor, estaba agotada. Dejó en el suelo la chaqueta y se desabrochó un par de botones de la camisa. Había llegado la parte más complicada de su plan: esperar sin nada que hacer. Se quedó en la esquina de las escaleras, desde donde podía ver la habitación del sujeto. Tenía que tener paciencia. Antes o después saldría y, en ese momento, tan sólo debería seguirlo sin levantar sospechas para descubrir dónde diablos escondía el codiciado objeto.

«Cobraré ese suculento cheque por la mañana y viajaré muy lejos.»

Tras casi dos horas de fatigosa espera en las que tuvo que luchar para que el sueño atrasado no la venciera, Regig salió de su habitación. La mujer se puso tensa y lo espió felinamente mientras tomaba el ascensor. Corrió hasta las puertas y miró la flecha del indicador que había sobre ellas hasta que se detuvo en el último piso, lo que le resultó extraño. Entonces lo comprendió.

—El muy listo va a subir a la azotea.

De pronto oyó algo tras ella, apenas un susurro. Se dio la vuelta a tiempo para recibir un fuerte golpe cerca de la sien que la derribó. Un repentino y doloroso aturdimiento se apoderó de su ser. Durante unos segundos interminables, vislumbró calles inundadas de fuego como si fueran ríos, donde millares de huesos flotaban arrastrados por la corriente ardiente y se oían moribundos llantos de recién nacidos.

Cuando las imágenes cesaron, vio caer a su lado un extintor.

—Sus servicios ya no me son necesarios —oyó decir al Barón—. Sigo solo.

Poco después, Sax se espabiló lo suficiente como para poder levantarse, aunque tuvo que ayudarse con la pared. Llamó al ascensor. Estaba mareada y advirtió que su camisa estaba machada de rojo oscuro. Encontró el motivo al palparse con cuidado su ceja derecha: estaba rota y sangraba bastante. «Si acierta en la sien, me mata.» Eso la cabreó como hacía tiempo que nada conseguía hacerlo. Echó mano a la pequeña funda que llevaba sujeta en el cinto, en la parte trasera del pantalón. Golpeó la pared con ira al verificar lo que se temía: que su cliente alemán le había robado el arma.

Cuando las puertas del ascensor se abrieron, empezó a subir poco a poco el último trecho de escaleras que la separaba de la azotea. Desde afuera le llegaba una acalorada discusión entre dos hombres. Quizá aún tenía tiempo.

Al salir, supo que el asunto acabaría mal. El Barón encañonaba a Regig y, sobre la baranda, estaba la ansiada urna de hierro conectada con cables pelados a dos potentes y pesados amplificadores de sonido. El pintor también tenía algo en las manos, un simple mando a distancia. Sax comprendió entonces que era un arma mucho más peligrosa que el revólver que le apuntaba y que la locura que pensaba hacer tendría consecuencias desastrosas para la humanidad.

—No seas imbécil, esa urna me pertenece por derecho —decía el Barón—. Te mataré antes de que puedas pulsar el botón, no se te ocurra mover el dedo.

—¡He de mostrarle la verdad al mundo! —gritaba Regig, enloquecido.

Sin saber bien cómo actuar, aprovechó la distracción de los hombres sumidos en su discusión y avanzó poco a poco hacia su cliente, que permanecía de espaldas a ella en el centro de la azotea sin perder de vista al pintor, el cual se encontraba en un extremo junto a la urna y los amplificadores. A cada silencioso paso se preguntó por qué demonios le había tocado a ella aquel sinsentido. No creía en serio en lo que se contaba de aquel trasto pero sí en lo que veía, y había visto retazos del apocalipsis en la tierra. Ella no era la clase de persona que hacía las cosas desinteresadamente; por otro lado sabía que si no hacía algo y aquel loco hacía sonar aquello, todo se iría al infierno.

Cuando estaba a punto de actuar, Regig la señaló con un huesudo dedo.

Su cliente miró atrás, descubriéndola. Sax no pudo esquivar un fuerte codazo en la boca que la hizo caer de nuevo. Por muy rápido que demostró ser el Barón, el pintor lo fue más y apretó el botón del mando a distancia.

La melodía sonó y el caos se liberó.

Los lamentos de las almas atrapadas en la urna desde que había yacido siglos atrás en una fosa donde cientos fueron enterrados vivos, atravesaron los tímpanos de todo el que estaba al alcance de los amplificadores, mostrándoles el averno y otros horrores no destinados a los vivos. Regig terminó de perder el juicio, arremetió contra el Barón y le seccionó la yugular de un salvaje mordisco, haciéndole perder el arma en el proceso. La dolorida mujer se arrastró para recogerla mientras su realidad se confundía entre los terrores del Otro Lado y el chorro de sangre de su cliente, mientras oía en las calles y edificios próximos gritos, accidentes de tráfico y disparos. Sabía que se le agotaba el tiempo y la cordura. Logró coger el revólver y, con su última lucidez, apuntó y disparó. La urna salió despedida hacía el vacío, desconectándose de los amplificadores. Al verlo, Regig dejó al ya desangrado Barón y se arrojó aullando tras el recipiente, mientras la mente de Sax se perdía en la seguridad de las tinieblas.

***

Ibi la halló en el Psiquiátrico de Fontcalent, atada con una camisa de fuerza en una celda de aislamiento. Le contó que medio casco antiguo estaba bajo vigilancia psiquiátrica y le preguntó si conocía la razón de tantos asesinatos y suicidios. No obtuvo respuesta.

—Guapa… El gremio me ha mandado buscar la Melodía de las Almas…

Sax abrió mucho sus ojos negros y comenzó a reír enloquecidamente.

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