Tengo cierta querencia por las metáforas y el lenguaje florido, por lo cual no me tilden de pedante si les digo que la prosa de Héctor fluye como agua de tormenta por una acequia; los diferentes episodios de la obra engarzados como cuentas de un cordón. Su formación lectora todavía no está conclusa y sus mejores líneas se sitúan sobre un horizonte que se confunde con el cielo de las ideas platónicas, y no obstante lo dicho, Cabárceno es un obra compacta, completa, cuajada, en la que nada falta y nada sobra, con una coherencia interna entre los diversos planos de la misma, planos que parecen labrados, como las gemas imperiales, en ónice. Se puede escribir mejor, cierto, pero esa obra ya no sería Cabárceno sino otra, con una pretensión y un nicho lector por completo diferentes. Lo importante a señalar aquí es que todo lo que el artista ha querido con esta obra, se ha alcanzado satisfactoriamente.
Héctor ha querido crear una obra de entretenimiento para todos los públicos, y en efecto, la obra se adapta a rangos de edad muy diversos y el entretenimiento es punto garantizado. Entretener supone alivianar el aspecto constrictor que a menudo tienen las rutinas cotidianas, mellar la pica de las horas difíciles, hacer de contrapunto al plomo de esas actividades que realizamos pro pane lucrando pero, respecto a las cuales, nos sentimos como monigotes en el departamento de extranjería. Y Cabárceno entretiene, nos distiende la musculatura, nos alivia la carraspera, nos esboza una sonrisa arcaica en el rostro ladeado sobre la oreja del butacón. Su capacidad profilática, terapéutica, queda fuera de toda duda y además sin efectos secundarios; olvídense pues del diazepam y lean Cabárceno, pues la buena literatura galvaniza la salud, como todo aquello que tiene forma, proporción y gallardía. En suma a lo dicho, Cabárceno es un novela coral, con múltiples y muy variopintos personajes ensamblados con una orquestación que no desafina en ningún momento; he aquí una concordancia entre caput et membra que sacaría un gesto de asentimiento al viejo Flacius, donde las partes coadyuvan a la mejor hechura del todo, y el todo hace de bastidor y contextualiza de modo magistral a las partes. En Cabárceno ningún elemento va a su aire y todo forma parte de una misma criatura literaria, de la arborescencia feliz de un organismo compuesto de palabras y tan vivo y anhelante como cualquier otro. En ningún momento notamos que la obra chirríe, que vaya con el pie cambiado, que se fuercen las costuras o nos falte alguna dovela en el arco. Cabárceno es música ligera, pero música de calidad. ¿Y qué decir en lo que respecto al género (el novelístico, no el de las cartelas de los institutos y los eslóganes mediáticos)? Pues que Cabárceno es una obra en este sentido miscelánea; tiene un poco de todo y esto nos asegura que ningún paladar se vaya de balde. Hay escenas macabras, con sangre y podredumbre a espuertas; hay intriga y aventura, y también sátira social y humor, mucho humor: un humor a la gallega, con retranca. Un humor irreverente, de adolescente entregado al kitsch posmoderno. Un humor de psicoanalista, que parece haber sido tomado de los epígrafes urinarios. Un humor, también, que gusta de la puñalada trapera y parece mojado en vitriolo, canallesco y como salido de alguna calleja portuaria.
El tema de Cabárceno tiene una inspiración anglosajona, pero una ubicación doméstica y una psicología ciento por ciento española, y a quien esto escribe le alegra que el autor pueda situarse en esa ilustre carrera de relevos que viene desde los tiempos de Marcial, y que forja en viejas fraguas bronces nuevos.